Amor en sepia

 

Tras el cumpleaños de un tal Gustavo “el Garabato”, un supuesto humorista cuyo currículo se resumía en un solo renglón: “animador de la sala de fiestas Garden Rose”, Remedios Trujillo se tomó en serio lo de nuestra relación y ya en el coche empezó a meterme mano. Acompañaba las caricias de unos convulsivos movimientos de lengua que le hacían parecerse a una iguana con dentadura postiza. Antes de besarla me comía seis chicles de fresa ácida, bebía medio litro de ginebra y me untaba la lengua de cocaína: para no sentir nada. Y aún así la seguía sintiendo; muy dentro de mí, en el estómago, que es donde se perciben los sentimientos más profundos –los buenos y los malos-.
Remedios Trujillo, en su casa, prosiguió con el acoso, y aunque de cuando en cuando bostezaba, el calentón era mayor y se despabilaba. A Clara aquello le divertía, y animaba a la vieja a llegar hasta el final. No era, precisamente, muy celosa Clara, y es normal, porque tampoco a mí me dejó serlo con ella.
Sin quererlo o provocarlo, me vi atrapado en un extraño y no deseado juego erótico que me adjudicaba el resignado papel del perdedor. Y claro, yo era muy débil en esos momentos, y Clara sin dejar de invitarme a esnifar, y la botella en continuo movimiento, sólo me trato de justificar, lo cierto es que sucedió lo que jamás tendría que haber sucedido. Era yo, y no otro, el que se dejaba mordisquear por aquellos dientes con forma de garfio sin poder separarlos de mí. Era yo, y no otro, el que bajó el vestido, devolvió caricias y susurró sandeces a lo venezolano en el oído de la Trujillo. Era yo, y no otro, y es cierto, pero realmente no era yo.
Desnudos ambos; bueno, ella menos. Ella menos porque las arrugas ejercían la función del sujetador y de las bragas y los abalorios de mujer eran casi imposibles de encontrar –o simplemente visualizar-. En fin, todo estaba dispuesto para la consumación, los previos ejecutados con vil romanticismo, cuando la puerta de aquella alcoba, digna de la Garbo más excéntrica y alcoholizada, se abrió empujada por un vejete con pinta de brujo cinco minutos antes de arder en la hoguera. “Pedazo de puta, vieja puta, no tienes perdón de Dios”, gritó un anciano famélico y despeinado, con un cierto parecido con el Fernán Gómez que se niega a dedicar libros.
Si no estaba muy dispuesto para el acto, anulado de sensaciones, aquello terminó de enfriarme. Con lo primero que cogí, un cojín verde y arabesco, me largué de aquella habitación, escuchando los gritos del viejo en mi espalda. “Tú no tienes honor ni valor, da la cara canalla”, no cesaba de repetir. Los gatos maullaron, dos vasos se rompieron, me hice una raja en el pie derecho –aún conservo un recuerdo de esa noche en forma de cicatriz-, las puertas temblaron, las losetas afinaron una orquesta de derribo y años y Clara abrió la puerta de su dormitorio, a modo de salvador burladero.
“Quién es ese loco”, le pregunté. “Te lo voy a decir, pero tú no se lo digas a nadie”, me dijo en  voz baja, con pose de Matahari en un night club. “Es su marido, y no me vayas a decir que está muerto: lo es. Pero es que Remedios tuvo una mala racha y se vio obligada a vender la enfermedad, muerte y entierro del marido. De eso ya han pasado unos años, y como el hombre no puede salir, se le ha ido un poco la cabeza. Ponte en su lugar”, me explicó Clara con naturalidad, como si en todas las casas hubiera un espécimen de similares características. “Eso es lo que no quiero: ponerme en su lugar”, y Clara y yo hicimos el amor, o lo que fuera aquello, por última vez.

 

*Spin Off (DVD Ediciones, 2001).