Amor en gris


Plaza de España, Sevilla, 22 de Septiembre de 1986.
Un piano de cola y espejitos en el centro de la plaza. Dos caballos blancos beben agua en la fuente. Bocadillos de tortilla y de calamares. Veinte personas, entre operarios, peluqueras, electricistas, cámaras, técnicos de sonido y figurantes, corretean como hormigas: mudas y ordenadas. Levantan un muro de frascos y frascos del desodorante a publicitar. Como velitas, formando un enorme corazón. Gaspar Méndez, sentado en el banco de Ciudad Real, con un puro en la boca, muy enfadado, espera.

Nublado, el rodaje se retrasa, necesitan más luz. Alquilan un equipo más potente.

Esmeralda Carnero aparece en escena. Vestido rojo de faralaes. Posa sobre el piano de espejitos con gesto felino. La música de Felipe Campuzano suena a todo volumen. Esmeralda Carnero le sonríe a la cámara, se muerde los labios, se remanga la falda. No finge: es feliz. Los muslos en el monitor. Curiosos, tras las vallas, le gritan barbaridades. Esmeralda Carnero es feliz.

Un bailarín, un Valentino calé, revolotea junto al piano. Dos giros y el trabajo de la peluquera se va al garete. Taconea, pone cara de vinagre, y se acerca hasta Esmeralda Carnero. La baja del piano, y le coloca las rodillas en la boca. El bailarín resbala. Todos ríen. Hasta los caídos, que se besan.

Gaspar Méndez no ríe. Abandona el asiento de Ciudad Real. Corre hasta el centro de la plaza y guantea al bailarín. Guantea al director cuando le pide explicaciones y guantea a la entonces prometida, que agarra de un brazo y a empujones conduce hasta su viejo Mercedes de segunda mano -y con matrícula de Melilla-.

Así fue la última actuación de Esmeralda Carnero.

*La fiebre del mercurio (Diputación de Córdoba, 2001).