Amor en blanco
Lucía
apagó las dieciocho velas de su blanca tarta de cumpleaños
de un solo soplido. La punta de la nariz se le blanqueó con la
nata y sus padres rieron con jocosidad. Pedro, su novio, detrás,
esperaba con impaciencia el fin de la fiesta.
Los abuelos de
Lucía recordaron historias de sus dieciocho años; el
padre, circunspecto, le guiñaba a su cuñado, un guiño
de “tú ya te acuerdas”. La madre de Lucía
preparaba café para los invitados y cuchicheaba con su hermana
el modelito de la cuñada, “qué blanco, parece que
va a anunciar detergente”, le dijo. Pedro, el novio, seguía
esperando, más nervioso y tenso si cabe. Y es que Lucía,
dos días antes, le había prometido finalizar, consumar,
todos esos prólogos de tantas noches contenidas. Pedro no sólo
estaba nervioso por la espera: la responsabilidad le abrumaba.
Lucía
se encerró en su dormitorio con cuatro amigas para contarles
lo de la promesa a su novio; “se quedó blanco el
pobrecillo cuando se lo dije”, susurró Lucía con
ligereza. Las cuatro amigas rieron fuerte, y recordaron cuando ellas
habían cumplido con esa misma promesa. Todas, menos Paquita,
que aún le quedaban tres meses para cumplir la promesa, y lo
que era peor, sin novio al que prometer y con quien cumplir la
promesa.
La fiesta de cumpleaños llegó a su fin, y
Lucía recogió entre abrazos y besos casi una docena de
regalos. Pedro, en la puerta, sonriente y acongojado, la abordó
con un torpe abrazo, que ella esquivó como un pez. “No
seas impaciente”, le dijo al oído, al tiempo que le
agarraba la mano y lo conducía a la cocina. Sobre la mesa
estaban apiladas todas las bebidas sobrantes de la fiesta. Lucía,
como posesa, comenzó a destapar botellas, que vaciaba en su
boca o en la de Pedro. Y así pasaron las horas, fabricándoles
el alcohol una neblina tenue en la mirada y torpeza en los
movimientos.
Despertaron a la mañana siguiente junto a la
pajarera del jardín. Lucía despeinada y sólo
cubierta por su blanca ropa interior. Pedro, al lado, con los
pantalones bajados a la altura de las rodillas. “Fue bonito”,
quiso preguntar Lucía y al final esbozó una afirmación
poco sentida. “Maravilloso”, respondió él,
con la mente en blanco.
*El Día de Córdoba, 2001.