Amor en amarillo
Remedios Trujillo
me ordenó que la besara, y yo lo hice con una pasión
tosca, trabada e inexperta que provocó la risa de las dos
mujeres. Su boca me supo a colonia vendida a granel, a cocido
mañanero, a mantecados rancios de agosto y a edad. Me sabía
a sus arrugas de paquidermo en la agonía y a su careta de
maquillaje: graso y mate.
Clara, como si tal cosa, me ofreció
una demostración y atornilló sus labios en los de su
vieja jefa. Se besaron casi por el espacio de un minuto: con
naturalidad, con deseo, enamoradas. Las lenguas se saludaron y hubo
dedos que apartaron los mechones y que buscaron en las profundidades.
Ahora achaco al alcohol y a la droga estas percepciones. A
continuación, Clara hizo lo mismo conmigo. Yo trataba de
proseguir, mientras que ella corregía mis prisas o la apertura
de mis dientes. Fue un beso disciplinado y neutro. De aprendiz ante
una mesalina escuálida y risueña. Un beso que para ella
fue deporte y para mí todo un mundo.
Por fin el coche se
detuvo. En la puerta del restaurante nos esperaban tres fotógrafos
ojerosos con aliento de cafés baratos. “Agárrala
fuerte y deja que ella contesta; tú pon cara de encoñado”,
me indicó Clara. Remedios Trujillo desfiló muy
lentamente delante de los flases asida a mi brazo. Guiñaba con
un patético y lascivo gesto de felina a las cámaras y
me besuqueaba el cuello y los labios esparciendo sus babas. “¿Sois
novios?”, preguntó una chica canija con aspecto nipón.
“Claro que somos novios y ya estamos pensando en la boda”,
respondió Remedios con eficiencia de secretaria. Yo tragué
saliva y no dejé de sonreír. “¿No te
importa la diferencia de edad?”, me preguntó la misma
periodista de ojos achinados. “No, el amor no entiende de esas
fronteras”, repetí la respuesta que dio la actriz de mi
serie favorita –El amor de los ángeles-.
Todos
reímos. Remedios Trujillo, tal si estuviera en estado de
descomposición –estomacal-, tiró de mí y
entramos en el restaurante. Todo sucedió muy rápido, y
a la vez, todo fue muy lento. No sé como explicarlo. En una
filmación hubiera sido una secuencia rapidísima, pero
en aquella simbiosis de ficción y realidad los tiempos no los
controlaba y perdí la noción de la situación.
Puede que la droga y la bebida también jugaran su papel. ¿No?
La velocidad no terminó, continuó en el interior del
restaurante. Aunque de otra manera.
El local parecía el
retiro obligado de todas esas supuestas estrellas, de fauna
inclasificable, que pueblan las portadas de las revistas y las
cabeceras de los programas más amarillos. Allí pude ver
a ese abogado barbudo de frases inconexas, rodeado de tres pechugonas
con aspecto de bailarinas de Las Vegas. Tres mesas más atrás,
hablando en voz baja, con otros dos hombres, ese conde arruinado de
acento italiano devoraba una fuente de langostinos y se chupaba los
dedos tras arrancar las cabezas –de los langostinos-. En una
mesa muy larga, una vedette de los setenta, pero con liposucciones de
los noventa y estiramientos de 2000, celebraba su cumpleaños
rodeada de adivinos con túnica y musas del music hall de la
madrugada. Y a dos metros de nosotros, con cara de perro en la puerta
de una carnicería, ese jugador de baloncesto, retirado, que
hora hace de bufón en los programas de José Luis
Moreno, hablaba abúlicamente a un móvil con aspecto
apagado.
Todos, a su manera, mantenían su altivez y su
estrellato de una forma relajada y placentera, con holgura. Verlos
fue descubrir una nueva vida muy diferente a la mía. No había
clavos en la pared, no había suciedad en los rincones y las
ostras sabían a mar y a intimidad femenina.
*Spin Off (DVD Ediciones, 2001).